Hay cierta tendencia a considerar determinados actos como estereotipos sociales restándole con ello su propia autenticidad. Me explico. Hablo de la profesionalidad en el ramo de la hostelería, más en concreto la de los bares de toda la vida frente a los establecimientos franquiciados.
No nos damos cuenta, pero lo cierto es que acabamos bebiendo de la cultura de las franquicias hasta normalizar lo que, en mi opinión, no toleraríamos en circunstancias semejantes en un bar de toda la vida. No quiero parecer retrógado, que lo pareceré, pero esta fue una experiencia real.
La experiencia Starbucks.
Vaya por delante, que no pretendo criticar los procesos de esta franquicia en concreto, sino nuestra laxitud moral para aceptar lo que en otras circunstancias consideraríamos inaceptable.
Recientemente decidí comenzar una dieta con las implicaciones y limitaciones que ello conlleva. Yo, parroquiano del bar de toda la vida, apañaba los desayunos con un buen café, un par de porras, o una tostada con tomate y aceite. Y no conforme con ello, a media mañana, y según me pillara otro café y esta vez acompañado de un pincho de tortilla, si su aspecto me tentaba, o algún montadito.
Lo dicho, decidí hacer dieta. Y eso limita y el acceso a ciertas bebidas y alimentos. Sólo infusiones, zumos y alguna pieza de fruta. Ahí es nada. No imaginaba entrar en un bar al uso, escuchar: – ¿Qué va a ser? ¡Al fondo hay sitio! ¿Lo de siempre? – Y decir: – Ponme un zumo. – O peor aún, – una infusión- Y menos arriesgarme a entrar en algún bar de los habituales y justo entre el – ¡Qué pasa, tío! – y sentarme en la barra, encontrarme ya con un suculento pincho de tortilla, un buen trozo de chapata acompañándole y doble de cerveza tirado con esa maestría tan madrileña. Así que en una tarde en que me tocó esperar entre dos reuniones, me lancé a la experiencia de pedir una infusión, y pasaba por delante de un Starbucks.
Era algo mediada la tarde. Llevaba, como siempre, diversas lecturas profesionales, y tenía por delante algo menos de una hora. Pensé, Starbucks es perfecto, es agradable, tiene un buen ambiente, y será algo distinto. Entré. Más o menos en el centro de un abigarrado mostrador repleto de toda clase de tartas, bollería, sándwiches, focaccias, incluso vi algunas ensaladas, había una joven de sonrisa amplia y excelente disposición. A su derecha un joven igualmente sonriente y afable entregado a la tarea de hacer cafés, preparar las porciones de tartas, sándwiches y demás pertrechos alimenticios. La joven del centro se dedicaba, según pude deducir, a tomar los pedidos. Fantástico, un genuino reparto de tareas para un servicio cómodo, ágil y eficiente. Delante de mí había una madre con tres retoños de edad tierna y variable y carácter igualmente variable, dispuestos a disfrutar de una merienda entre tanta sonrisa y magnífica disposición. Con este sistema, en el que los pedidos los gestionara una joven bien cualificada y otro joven dedicado a la logística de los pedidos y posterior entrega en las mejores condiciones, todo iría como la seda, pensé. Tomé nota mental de sugerírselo a algún conocido barman para que aplicase tan novedosos procesos en sus rutinas para servir mejor a sus clientes y parroquianos.
- ¿Qué va a ser?
- Tres cañas, un chato vino, y unos altramuces.
- Oído a mí mismo. Te cobro, siete euros con cincuenta. ¿Cómo te llamas?
- Coño, Manolo, que soy yo.
- Es que lo tengo que poner en el sistema este.
- Venga, pues Gualberto Maravillo Flatulencio Quincoces de Avellaneda y Ximenez-Dos Sevillas.
- Pues al fondo te lo sirve Maripuri.
La madre, supongo que el padre estaría entregado a sus quehaceres profesionales alejado de toda posibilidad de ocupar el lugar de la madre en aquel instante, fue preguntando a sus retoños, que, en una simpática, y quizás algo revoltosa, mezcolanza de decires, grititos y grititos impertinentes exhalaban a pleno pulmón sus apetencias, para desgracia de mi limitado acceso a esas viandas. La joven de amplia sonrisa se esforzaba en comprender las peticiones.
- ¡Mamá, Mamá, yo quiero un Chocolate Frappuccino y un cheesecake de frambuesa, con mucha frambuesa!
- Yo quiero un chocolate caliente con un muffin de chocolate y otro de fresa y chocolate blanco, pero que el chocolate no esté muy caliente.
- Yo, una cocacola, un croissant de jamón y queso, y un cheesecake de dulce de leche.
La madre, solícita, encargó a la camarera de eterna sonrisa y mejor disposición los mandados de sus retoños, a los que agregó para ella misma un Caramel Macchiato y un Muffin integral de manzana.
Hambre no pasarían.
Hasta ahí todo bien. La camarera tomó nota de todo con profesionalidad y rigor y le cobró los importes, no sin antes pedirle su nombre.
La madre coraje se llamaba Loli. La camarera le cobró el importe, y le indicó que al extremo de la barra le servirán el pedido.
Me tocaba a mí. Accedí a la camarera de sonrisa perenne. La verdad es que me daba curiosidad verla cabreada. ¿Cómo sería su gesto?
- Yo tomaré una infusión de menta poleo.
- ¿Tamaño?
Me quedo un poco perplejo ¿tamaño?
- Pues… normal, supongo.
- Tenemos tres tamaños.
En efecto, me enseña una taza de buen tamaño. Qué bien, cuanta abundancia. Otra de una capacidad similar a un barril, y una última que podría ser un contenedor de barco. Le pido la más pequeña, habría infusión para un par de días.
La joven de sempiterna actitud positiva me cobró y, como en el caso precedente, me indicó que lo recogiera al final de la barra, no sin antes preguntarme el nombre, lo que le facilité al instante, deseoso como estaba de participar en tan eficiente sistema. Me dirigí al fondo de la barra, aproximadamente a un metro de donde estaba, y me atreví a inquirir al joven de excelente disposición y sonrisa dentífrica que, si no le importaba, la manzanilla, que solo lleva agua caliente, me la sirviera al momento, puesto que la joven madre que me precedió tenía un pedido que podía llevarle un buen par de semanas su gestión, y participándole que seguro que la joven y abnegada madre no tendría el menor inconveniente.
- Atiendo este pedido y le sirvo enseguida.
Lo hace con esa sonrisa esplendente y sin escucharme, oírme sí, pero escucharme no, y se afana en preparar esos combinados, tartas y madalenas de anglicana denominación, mientras al lado veo el tanque al que sólo hacía falta agregarle agua caliente, que no tenían que calentar, que ya le salía caliente. Como fui educado para respetar los turnos, me quedé con cara de señor circunspecto, pero formalito, con la mano derecha algo alzada y el índice apuntando al techo de la reconocible franquicia en un intento de ser percibido como un ser humano, más que como un ectoplasma con cara de bobo. Aparejar la logística de la merienda de aquellos infantes del averno y de la sufrida y entregada madre, que el padre estaría entregado a quehaceres importantes, lo veía más difícil que cerrar Guantánamo.
No nos damos cuenta, pero lo cierto es que acabamos bebiendo de la cultura de las franquicias hasta normalizar lo que, en mi opinión, no toleraríamos en circunstancias semejantes en un bar de toda la vida.
Me permití recular y volver a la posición original, frente al mostrador central, un metro aproximadamente, y respetuosamente pedí intervenir, pues la joven de estupenda disposición y sonrisa “le pese a quien le pese”, atendía a una joven pareja.
- Disculpe, tan sólo necesitaba que pusieran agua caliente a esa tacilla de tamaño XXXL para la infusión, dado que la bolsita de la infusión misma ya la había puesto usted, y el joven del otro extremo de la barra está, como puede ver, atendiendo un encargo complejo y arduo.
- Sí, sí, al final de la barra se lo sirven. Le llamarán por el nombre.
Mi aspecto de ectoplasma con cara de bobo se trocó a la de gilipollas con cara de imbécil. Volví a mirar al final de la barra, un metro aproximadamente, creo hacer dicho ya. La joven y dedicada madre no hacía carrera de los discípulos del gran Satán que correteaban alrededor de ella insultándose, pegándose, profiriendo grititos impertinentes y demandando la atención de la, creo haberlo dicho, la sacrificada joven madre, que el padre estaría despachando con su secretaria, mientras enviaba un Whatsapp a la tal joven madre “Cariño, no me esperes levantada. Terminaré tarde”, acompañado de unos emoticonos simpáticos recordándole lo mucho que la tiene presente.
Me volví sobre la sofocada y hastiada madre y le pregunté si tenía inconveniente en que me pudieran servir la infusión de las narices, que en mala hora se me ocurrió cambiar a hábitos saludables con lo bien que me habría ido pidiendo un chupito de orujo que me castigaría el hígado y me subiría los triglicéridos, pero atemperaría mi ánimo y alegraría mi corazón. La joven, educada, entregada, abnegada y paciente madre multitareas aún sacó fuerzas para atender mi solicitud con una amplia sonrisa mientras agarraba a un pequeño émulo de Mefistófeles de la pechera que gritaba a pleno pulmón.
- ¡¡Mamaaaaaaaá, Borja me ha pegadoooooo!!
La experiencia Starbucks se estaba convirtiendo en un intenso aprendizaje sobre la paciencia, la tolerancia, el buen gobierno, el liderazgo, la gestión de conflictos, la comunicación fluida, la escucha activa, y todas las habilidades directivas que uno pudiera traer a los momentos de cada día. Un pequeño máster, vaya. El joven de la sonrisa esculpida a cincel y estupenda resolutividad forjada para los más complejos desempeños ignoró la breve conversación que tuve con la madre y me forzó a insistirle en que echara agua caliente en la tacilla para que pudiera tomar la infusión antes de que Leonor reinara. Cierto es que preparaba los distintos combinados con maestría, lo que no comprendía es que echar agua caliente en una taza fuera una tarea titánica. No estaba muy familiarizado con las infusiones, la última que tomé creo que fue cuando tuve una gastroenteritis en segundo de EGB, pero estaba persuadido de que consistía en girar un botón de la maquina cafetera del establecimiento y verter durante unas décimas de segundo el líquido elemento en una taza, y poco más. Así se lo hice saber al joven de los cojones, eso lo pensé internamente, porque lo que hice, con mi mejor gesto, fue rogarle que pusiera agua caliente en la taza, y nuevamente el joven, abrumado por las tareas pendientes, no me escuchó, me oyó, y con su estúpida sonrisa me contestó.
Y siguió preparando los cakes, los muffins, los machiattos y otros tecnicismos varios.
La joven madre me miró con cara de póker, y ya era mucho mirar. La banda trapera de Lucifer seguía endemoniando el ambiente, solo les faltaba parecerse a la niña de “El exorcista”. En un ejercicio de profunda reflexión acerca de cómo gestionar aquella crisis, tomé una esforzada decisión que me atreví a compartir con el público asistente.
- ¡A tomar por culo!
Y me fui a un bar de toda la vida a tomarme un café solo y un chupito de orujo.
Socio Director de Moveractio
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