El Índice Global de Competitividad 2014-2015, del World Economic Forum, evalúa el panorama de competitividad de 144 economías a partir de su productividad y la prosperidad generada. El índice se basa en el análisis de doce pilares de competitividad que incluyen instituciones, infraestructura, salud y educación, eficiencia del mercado laboral, preparación tecnológica, innovación y sofisticación de negocios.

España se encuentra en la trigésimo quinta posición, por detrás de Indonesia, Chile y Puerto Rico. No sé si es un mal lugar para España, dependerá de con qué o con quién nos comparemos. Pero las comparaciones son odiosas. Me quedo con el margen de mejora, que es mucho. Sería interesante evaluar el potencial que podríamos generar como país si estuviéramos en las primeras posiciones. No un es problema de talento, nos sobra, no es un problema de voluntad, nos sobra, no es un problema de desempeño, cuando queremos lo damos todo. Es más, no tenemos las mejores universidades, ninguna figura en las primeras posiciones del ranking QS World University. De hecho, la primera universidad española figura en el puesto 166 con 58,7 puntos, la Universidad de Barcelona, lo que demuestra que el español es un tipo talentoso capaz de sobreponerse a un sistema mediocre, pues como profesional es muy estimado y competente allá por donde vaya, a los EEUU a Alemania, a Francia, el Reino Unido o donde sea.

¿Qué pasa entonces en España? ¿Por qué si somos brillantes fuera, no lo somos tanto dentro? ¿A qué factores se debe que tengamos tanto margen de mejora en un parámetro tan sensible como la productividad? Si somos la leche ¿por qué no lo demostramos?

A los diecinueve años trabajaba como mozo en un almacén de discos, donde el cometido principal además de hacer lo que me mandasen era enfundar discos. Las carpetas de los elepés venían por un lado y los vinilos por otro. Sentado en un taburete alto me ponía un taco de carpetas en el regazo y sobre un tablero estaban los vinilos, con la mano izquierda ahuecaba la carpeta y con la derecha cogía un vinilo y lo introducía en la carpeta. Con la práctica fui adquiriendo más presteza y velocidad y eso lo vivía como un progreso profesional y personal. En el lanzamiento de un LP de una conocida banda de rock, el jefe del almacén nos pidió celeridad para enfundar los miles de discos que tenían que servirse inmediatamente. Los materiales habían llegado con retraso y la fecha para la distribución por tiendas y grandes almacenes era inminente. Nos pusimos manos a la obra y a enfundar discos a toda pastilla. Cuando llevaba un buen número de discos uno de mis compañeros me frenó.

– ¿Te van a pagar más porque vayas más deprisa?

Los otros chavales, con más antigüedad en la empresa, enfundaban los discos a una velocidad normal. Yo iba a todo trapo, apremiado por el mandato del jefe. Probablemente incluso al doble de velocidad que ellos.

–  ¿Te van a pagar más porque vayas más deprisa?

No me había planteado la cuestión. Sólo sabía que nos habían pedido ser tan rápidos como fuera posible. Pero las miradas de los otros chavales, siendo un ambiente cordial, que lo era, me intimidaron lo bastante y contesté.

– No.

Y bajé el ritmo.

Eso es una estructura de pecado. He tomado esa expresión de la carta encíclica “Sollicitudo Rei Socialis” que el Papa Juan Pablo II redactó en diciembre de 1987, porque ayuda a entender buena parte de lo que nos sucede. Estamos metidos en un entorno sociocultural que nos dificulta hacer bien las cosas. Posiblemente sin culpa alguna, el entorno social te empuja a no esforzarte, a buscar la trampa, a mentir, a racanear, a aparentar. Es lo mismo que a veces se dice de la política. Muchos están convencidos de que no se puede hacer política honradamente, que el sistema te obliga a mentir, traicionar, mirar para otro lado, aceptar lo inaceptable y vender a tu madre. La política, pues, sería claramente una estructura de pecado, que impide hacer las cosas de forma correcta. La gente honrada en la política tendría solo dos opciones: Tolerarlo o dedicarse a otra cosa.

Hoy que paso de los cincuenta y he acumulado más experiencia y conocimientos, constato que esas estructuras de pecado las he visto en todas las empresas en las que he trabajado, esas estructuras de pecado las he visto en todos los niveles de cualquier organización, desde la alta dirección a las bases operativas. El caso que he expuesto y que viví es muy frecuente y constato que con quienquiera que lo haya hablado le resulta familiar. Y hay un comportamiento limitante, o pecadillo, instalado en la cultura empresarial y del que la mayoría de la mayoría de profesionales y directivos siente que no puede cambiarlo.

En España hay un modelo de gestión muy clientelar y subordinado al ejercicio de la influencia, por encima de un modelo basado en la competencia y la gestión. Ese modelo clientelar es en sí, una estructura de pecado, pues basa el resultado de muchos negocios en la pertenencia a un entorno de amiguetes cuando no de cómplices. Los numerosos casos de corrupción política son un claro ejemplo de ese modelo, y la gestión privada no es muy diferente.

Si tan solo se tratara de un pecadillo, le daría la importancia que tiene un “illo”, es decir, poquilla importancia, el problema es que al ser un modelo arraigado en la parte más imbricadamente genética de nuestro sistema, se convierte, esa estructura de pecado, en un aspecto más de la normalidad que define el modo en cómo se hacen los negocios en España. Perdemos el sentido crítico y abducidos por el peso del sistema, ni nos planteamos que las cosas deberían cambiar.

Hasta que alguien diga basta.

Por encima de todas las estructuras empresariales, y no importa que sean grandes multinacionales, empresas nacionales, pymes o micro-pymes, hay en común una estructura de pecado en el modo de hacer negocios, donde si podemos hacer uso de una influencia más allá de la calidad del servicio o producto que queremos colocar, lo preferimos a un modelo más abierto de igualdad de oportunidades y reglas del juego justas. Y no pretendo erradicar el concepto de influencia, somos seres humanos y es natural que nos relacionemos, y es natural que las relaciones generen distintas afinidades y afectos, y que eso invariablemente tenga su peso en las decisiones finales; pero deberíamos recordar el extraordinario papel de José Sazatornil “Saza” en “La escopeta nacional” para incidir en a qué me refiero cuando hablo de estructuras de pecado y cómo esas estructuras de pecado nos alejan de obtener mejores resultados de productividad al primar la influencia sobre el producto o servicio.

No debemos ser víctimas del peso de nuestra historia, asumir nuestra responsabilidad nos exige cambiar el estado de las cosas.

O seguir en el puesto trigésimo quinto.

 

Por François Pérez Ayrault y Antonio Rodríguez López